Un Millás sospechoso para la policía israelí
Acabo de volver de Israel. “No vayas”, me han dicho algunos amigos. “Huele a violencia”, “Se prepara la tercera Intifada”. No les he hecho caso y he ido. Una vez allí nada de nada. Todo sigue igual. Hemos estado cinco días recorriendo los lugares más turísticos desde Tel Aviv al Mar Muerto, pasando por Jerusalén. No hemos visto (ni oído) ni un disturbio, ni un enfrentamiento. Poca presencia militar visible. Y no es que, como turistas que somos, no hayamos estado en lugares conflictivos. Recuerdo que pasé en Mombasa (Kenia) unos días “desconectado”, como les gusta estar a muchos viajeros. A la vuelta, en Barajas me enteré de que había habido una revuelta, pero la inmensa mayoría de los turistas ni nos enteramos, protegidos en nuestras rutas de safari. En Israel hemos visitado los lugares “peligrosos” y nada de nada. Puede que hayamos tenido suerte, aunque no lo creo. Más bien no hemos tenido mala suerte, que es lo habitual.Hace años, cuando ETA mataba (lagarto, lagarto) unos amigos extranjeros me llegaron a preguntar que si en Madrid se podía pasear por la calle, y que si yo salía de casa.
En Israel ahora mismo la gente hace su vida completamente normal. Los turistas siguen bañándose en las espesas aguas del Mar Muerto dejándose flotar y engañándose por unos momentos sobre la realidad de su peso. Siguen fotografiando desde los miradores las fantásticas ruinas de Masaba, conquistada por Herodes el Grande tras el suicidio de casi mil defensores de la “Fortaleza”, que es lo que significa su nombre. Siguen pasando las noches al estilo beduino en carpas alfombradas en el desierto de Judea, saboreando esa comida hoy internacional que tuvo su origen en el norte de África y el Oriente Próximo, y bailando al estilo bereber. Siguen (seguimos) acudiendo al Santo Sepulcro de Jerusalén a postrarse sobre la Piedra de la Unción en la que se embalsamó el cuerpo de Cristo antes de ser enterrado. Se crea o no, el espectáculo está asegurado. Y siguen haciendo cola alrededor del Santo Sepulcro para acceder al nicho custodiado por desabridos monjes ortodoxos. O hacen el recorrido de la Vía Dolorosa, donde algunos compran coronas de espinas como la que hizo famosa un político catalán, que parece que no sabía que con las cosas de la fe no se juega. Y se siguen mezclando con los hispters locales que abarrotan los restaurantes de moda en Tel Aviv, una ciudad moderna, antítesis (pero no tanto) de la milenaria Jerusalén. Siguen admirando el puerto pesquero de Jaffa, desde el que dicen que partió Jonás y ya nunca más volvió porque se lo tragó una ballena. Y se paran en los tachones colocalos en el muelle que indican las distancias a otros puertos del Mediterráneo. Málaga 3.620 km. Todo sigue igual, aunque los periódicos (algunos) solo den pábulo a las noticias más sensacionalistas de uno y otro signo, auténticas, pero incompletas. Como comprobamos leyendo el “The Jerusalem Post” en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv, mientras esperábamos un vuelo directo a Madrid de Air Europa (4 horitas cortas). Guardamos todo lo que puede ser sospechoso (cables, aparatos, cámaras, móviles, ordenadores… y hasta cremas, por pequeños que sean sus envases, en el equipaje de mano. Y antes de facturar pasamos la maleta por el escáner.
Interrogatorio: “¿Dónde ha estado en Israel?” “¿Por qué ha venido?” “¿Quién ha hecho esta maleta?” “¿Dónde ha pasado la noche?” (la maleta). Yo le dije que los dos la pasamos juntitos. “¿Le han dado algún paquete para llevar?”
Comprobaciones en un ordenador. Malas caras. “Pase por aquel control” (otro). “¿Es suya la maleta? Ábrala, por favor”. Pienso, esforzándome en esbozar una sonrisa fingida, nerviosa, que no llevo nada en la maleta que pueda levantar sospechas, solo ropa sucia, zapatos sucios. ¡Ah, la bolsita de aseo! ¿Será la bolsita de aseo?
El policía se calza unos guantes de látex con la habilidad de un proctólogo y va directamente al grano (ya digo, como un proctólogo). Mete mano más o menos por el medio y saca dos libros que llevo allí para evitarme cargar más peso. “¿Son suyos?” Asiento con la cabeza, no me lo esperaba. Los mira y remira de arriba abajo, los abre y los hojea hoja por hoja. Da unos golpecitos como esperando que pueda caer algo al suelo. Se convence de que no hay nada y me los devuelve. El resto de la maleta no le interesa para nada. Vuelven a mis manos una guía visual de Tierra Santa y “Los objetos nos llaman” del maestro Juan José Millás que me han acompañado estos días. Precísamente uno de sus relatos breves se titula “El secuestro aéreo”. Por unos momentos un Millás ha sido sospechoso para la policía israelí. Menos mal que no traje, como pensé en un primer momento, “Don Julián” de Juan Goytisolo, sobre el gobernador de Ceuta que abrió en el 711 las puertas de España a la invasión musulmana.
Todo sigue igual.
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Fotos: Pilar Arcos