Limusina nupcial


También en Sri Lanka, la primavera es la época preferida para celebrar las bodas. Durante nuestro viaje por esta maravillosa isla del Índico nos hemos encontrado con muchas ceremonias nupciales, con muchas parejas de novios haciéndose las fotos de recuerdo, pero ninguna tan sorprendente como esta.
Estábamos en Colombo y habíamos ido a Sima Malaka, un moderno templo budista sobre un lago diseñado por el arquitecto local Jeffrey Bava. Más que un templo al uso, como lo es el contíguo de Gangaramaya (con su elefante vivo y todo), este complejo arquitectónico lleno de esculturas de Buda es un lugar de meditación… y de paseo. A él acuden familias, parejas, turistas. Entre todos nos llamó inmediatamente la atención unos recién casados haciéndose las fotos de recuerdo de la boda. Ella llevaba un sari rojo, muchas joyas de oro y un tocado que es en realidad una peluca con diademas doradas. El vestía el tradicional sarong (una especie de pareo) y una casaca larga en tonos granates con un pañuelo a juego. Seguramente eran ropas alquiladas. Enseguida nos invitaron a acercarnos y acabaron posando para nosotros más que para el fotógrafo que llevaban adosado. La amabilidad, las sonrisas, las invitaciones a compartir han sido una constante durante todo el viaje por Sri Lanka. Les felicitamos, nos lo agradecieron. Y se fueron. ¡Cual no sería nuestra sorpresa al ver la limusina nupcial en la que marchaban! Un motocarro rojo con capota negra. Reluciente, eso sí.
En Sri Lanka, la antigua Ceilán, la mayoría de la población es budista, pero no le hace ascos a las ceremonias hinduístas, religión con la que conviven y comparten celebraciones. Aunque el único matrimonio oficialmente válido es el civil, que introdujeron los británicos en 1870, a la mayoría les gusta celebrar la ceremonia religiosa que se llama Poruwa (literalmente “Tarima”), nombre que hace alusión a la plataforma sobre la que se colocan los novios. Ese mismo día, o el anterior (algunas bodas se prolongan durante tres jornadas y cuestan un dineral) la pareja acude a algún lugar simbólico o paisajístico para tomarse las fotos de recuerdo. Aquí es donde pillamos a nuestros amigos.
Como si tal cosa, después de agradecernos que les hiciésemos fotos, se subieron al “tuk-tuk”, nombre que recibe el motocarro por el sonido de su bocina. Este triciclo, ampliamente difundido por Asia, África y Latinoamérica como medio de transporte barato, no es otra cosa que el descendiente directo y motorizado de los carritos, en principio tirados a mano, que se conocen como rickshaws. En Sri Lanka se calcula que hay unos 280.000 de estos “three-wheeler”, cifra que se incrementa cada año en unos 40.000 más. El nombre inglés con el que se los conoce en todo el mundo procede del japonés “jin riki sha” que significa textualmente “carro tirado por hombre”, es decir, vehículo de tracción humana.
Considerado como un antiquísimo símbolo oriental, lo cierto es que los rickshaws, que sustituyeron a los palanquines de los mandarines, no son tan orientales ni tan antiguos. Aunque cueste creerlo, fueron inventados por un norteamericano hace sólo 143 años. Fue el reverendo Jonathan Goble, un misionero baptista que vivía en Yokohama (Japón), quien construyó en 1869 el primer carrito monoplaza de dos ruedas tirado a mano para transportar a su esposa, inválida, por las estrechas callejuelas de aquella ciudad. El éxito del prototipo fue tal, que diez años después ya había en Japón unos 150.000 vehículos de ese tipo.
Desde Japón, los rickshaws se extendieron por toda Asia, fundamentalmente por las colonias del Imperio Británico y la Indochina francesa, hasta llegar a nuestros días, en muchas ocasiones con modificaciones sustanciales que le han privado de su rudo encanto, como son el añadido de mecanismos de bicicleta (pedales), e incluso pequeños motores.
Desde su impecable tuk-tuk nuestros amigos recién casados se despiden con la mano. “¡Subhapetuum!”, les gritamos, que es como se dice “Felicidades” en cingalés… y que coman perdices al curry. Volver

El té, cuentos y leyendas


Está nublado, pero hay mucha luz. Esto es la plantación de té Inverness, el nombre de una localidad escocesa, pero estoy en Nuwara Eliya, en Sri Lanka (esa lagrimita que le cae a la India en el mar), una región a unos 1.900 metros de altitud que los ingleses utilizaban para pasar menos calor que en las zonas bajas de lo que entonces se llamaba Ceilán.
Esa manta verde aterciopelada son los campos de camellia sinensis, la única planta que da origen al té. A diferencia del café, el té ya sea verde, negro, rojo, blanco… todos se hacen con las mismas camellias sinensis, la diferencia está en la manera como han sido tratadas sus hojas. Grosso modo, el té verde es la hoja desecada, y el negro la misma, pero fermentada.
El té es una bebida sencillísima (simple infusión de esas hojas) pero está rodeado de cuentos y leyendas. Par empezar, su origen. Indudablemente nació en China, pero no se sabe exactamente dónde ni cuándo. La primera referencia es la de un tratado médico chino del siglo III aC. Entonces se utilizaba solo como medicina.
Pero las leyendas vienen a satisfacer nuestra curiosidad y cuentan que un monje budista que viajó desde la India a China se quedó dormido mientras meditaba. Para que no se le volvieran a cerrar los ojos, se cortó los párpados y los arrojó lejos. Con el tiempo, allí donde cayeron brotó un arbusto con cuyas hojas se podía hacer una poción para mantenerse en vela. ¿Adivináis qué era? Claro, el té.
Otra tiene de protagonista al emperador Shen Nong (hace unos 5.000 años) quien, con normas higiénicas demasiado modernas para su época, obligaba a sus súbditos a hervir el agua antes de beberla. Un día cayeron en su marmita unas hojas. El sabor era bueno. De nuevo el té.
Sea como fuere, el té es hoy (después del agua) la bebida más extendida por todo el planeta. En el sur de China lo llaman “the”, de allí pasó al holandés “thee”, que derivó en el “tea” inglés, el “thé” francés, o el “té” español. Pero en el norte de China lo llaman “cha”, de allí pasó al portugués “cha”, que derivó en el “chai” ruso, el “chay” turco… Influencia del “cha” portugués es el término “charera” (tetera) que todavía se emplea en algunas zonas fronterizas de Zamora y Salamanca.
Otra leyenda: cuando a finales del siglo XV llega el té a Europa procedente de la India británica, sólo se comerciaba en su variedad verde, es decir, sin fermentar. Pero la larga travesía en las bodegas de un barco de vela hizo que entrase humedad a la carga de té y que éste fermentase accidentalmente. Al llegar a puerto y antes de tirarla a la basura (que era un dinerito), el comerciante probó la infusión de esas hojas negras y decidió venderlas a ver si colaba. Así, de un error, nacería el té negro, que pronto fue el favorito de los europeos. Incluso hay quien dice que el Earl Grey, uno de los tés más apreciados en el “english breakfast”, es producto de la casualidad, cuando durante una tormenta en alta mar se rompieron varios barriles y se mezclaron las hojas de té con el aceite de bergamota. Se non è vero…
Pero el último cuento sobre el té me lo acaban de contar aquí al decirme que Sri Lanka es el mayor productor de esta planta. En realidad es China, seguido de la India y Sri Lanka queda en un tercer puesto muy cerca de Kenia. Aunque si tenemos en cuenta que China produce sobre todo té verde, y la India y Sri Lanka lo que más comercializan es té negro, estos campos cingaleses quedarían en segundo lugar. ¡Qué más da! Lo cierto es que la infusión de la variedad “orange pekoe” que me acabo de tomar en la cafetería (¿habría que decir tetería, no?) de la plantación Glenloch, es una de las mejores del mundo. Eso sí que no es un cuento. Así que me voy a llevar un par de cajitas. Eso sí, nunca las compreis en bolsitas, para rellenarlas utilizan en las fábricas las hojas rotas y de peor calidad. Hacedme caso. Volver

¡Por fin el diente!


Cuando estuve en Kandy, la antigua capital de Sri Lanka (Ceilán), en 1998 no pude ni acercarme al Templo del Diente de Buda (Sri Dalada Maligawa). Los Tigres Tamiles, un grupo terrorista que pretendía crear una república independiente en el noreste de la isla, habían colocado hacía unos pocos meses (25 de enero) un camión-bomba en su puerta principal. En el atentado murieron 16 personas, entre ellas dos atacantes suicidas y dos niños.
Hoy, tres años después de finalizada una auténtica guerra civil que acabó en 2009 con la muerte del fundador de la guerrilla, Velupillai Prabhakaran, y el anuncio del cese total de la violencia por parte de los “Tigres de Liberación del Eelam Tamil”, he podido cumplir aquel deseo.
Me encuentro a unos pasos de la reliquia más venerada por millones de budistas. He podido pasar en cola (como sucede con la estatua del Apóstol Santiago en Compostela) junto a la puerta de marfil que solo se abre tres veces al día. En una especie de estupa de oro y dentro de siete cajas concéntricas, a la manera de las muñecas rusas, se guarda celosamente el canino izquierdo del Buda histórico al que no se le atribuyen poderes sobrenaturales, ya que Siddhartha Gautama no fue ningún dios.
Dice la tradición que cuando Buda murió (s. IV aJC) fue incinerado en una pira de sándalo y uno de los pocos huesos que quedó intacto fue ese diente. Después de muchos incidentes y siempre según la tradición, los portugueses que habían llegado a Ceilán desde Goa se hicieron con el diente al que consideraban un pernicioso objeto de culto supersticioso. Al parecer lo hicieron polvo y luego lo quemaron por orden de la Inquisición. Pero cuando los cingaleses les ofrecieron una auténtica fortuna (700.000 ducados) por la reliquia, no dudaron en venderles un diente de mono.
Otra versión dice que lo que se llevaron y destruyeron los coloniozadores era el diente de mono, y que la verdadera reliquia permaneció a salvo en manos de los monjes budistas.
Y es que el mundo de las reliquias es eso, todo un mundo. Y a muchos occidentales lo del diente de Buda nos parece pecata minuta comparado con muchas historias de reliquias cristianas. Ejemplos hay los que quieras: los huesos de San Bernardo, desparramados por medio mundo. Si se uniesen podrían formar una docena de esqueletos. El prepucio de Jesucristo, que al haber sido circuncidado como buen judío, no estaba en el cuerpo del Salvador en el momento de su muerte y no ascendió a los cielos. Lo malo es que a comienzos del s. XIX más de 15 de esos prepucios circulaban por Europa. El suspiro de San José que quedó atrapado en una botella en la que bebía y que hoy se venera en Blois (Francia). En El Escorial hubo durante muchos años una pluma que, según decían, se le había caído al arcángel San Gabriel durante una lucha con el demonio. Y el arzobispo Albrecht de Mainz que aseguraba tener dos plumas y un huevo del Espíritu Santo. O el estornudo de la misma persona alada de la Santísima Trinidad que llegó a exhibirse en una botella en una iglesia de Padua.
Pero con todo, mi reliquia favorita son los cráneos de San Juan Bautista, que aunque tenía 27 años cuando fue decapitado, dejó para la posteridad tres calaveras de cuando era bebé, niño y joven.
Mirándolo bien, lo del diente no es tan raro. Volver

Viagra para todos (no es spam)


La globalización ha democratizado el turismo, y la aldea global amenaza con acabar con muchas singularidades locales. Cada vez es más fácil encontrar las mismas cosas en lugares muy diferentes y lejanos. Y no me refiero a los souvenirs hechos en China para cualquier parte del mundo a los que solo cambian el cartel con el nombre de la ciudad o el país en cuestión (esas bolsas, por poner un caso, idénticas en Madrid, Milán, Estambul o Bangkok); me refiero, por ejemplo, a los afrodisíacos que hay en todas partes, a la “viagra natural”.
Hace poco estuve en Chipre. Allí a la granada se le atribuyen efectos afrodisíacos, aunque bien es verdad que toda la isla dicen que es afrodisíaca, pues en ella nació Afrodita (sic). En Extremo Oriente la excitación de la libido corre a cargo de los licores con reptiles en maceración, o al extracto de pene de ciervo, o al de cuerno de rinoceronte… están salidos o quieren estarlo. En Mozambique lo provoca la ingesta de garras de mono disecadas. ¡Puaff! En Perú mordisquear maca, un simple rábano. El pichón en Egipto, el ginseng en medio mundo, pero sobre todo en Corea. El chocolate en el mundo entero… ¡A que sí! Y hasta en las Hurdes un tal Cirilo se inventó hace unos años el ciripolen a base de leche, jalea real y polen, con los mismos propósitos.
Este afán por ayudar al apetito sexual, o mejor dicho, a la manera de satisfacerlo, tiene bastante de pueril. Me recuerda a la yohimbina (yumbina la llamábamos) unos polvitos (claro) que echábamos en el cap de frutas de los guateques de nuestra adolescencia yeyé para animar el cotarro. Y casi nunca lo conseguíamos -al menos las chicas no daban señales de ello- y si por dentro se estaban quemando la verdad es que solían disimularlo muy bien.
La humanidad no ha avanzado tanto. Solo que ahora lo llaman “viagra natural”.
En el Caribe (ved la foto tomada en las islas Turcas y Caicos) el gran afrodisíaco son unas caracolas; en inglés conch y en latín strombus gigas. Concretamente su pene, un tubito largo, transparente e insignificante que generalmente se lo reserva el cocinero. Él sabrá.
La otra parte de la foto la tomé en un restaurante de Shanghái. Lo que hay sobre la cuchara de porcelana es uno de los más potentes y caros estimulantes sexuales (eso dicen), la “oruga vegetal”. Su nombre científico es cordyceps sinensis, una oruga subterránea que vive en las grandes alturas del Tíbet. Durante toda su vida este gusanito ingiere muchas esporas de un hongo que crece y se desarrolla en su aparato digestivo y que acaba por matarlo. Es entonces cuando brota en la superficie como planta y es localizada por los recolectores que tienen suerte (por una sola de estas orugas-hongo se han llegado a pagar hasta 30 €). Su nombre en chino es muy descriptivo: dong chong xia cao, literalmente “gusano en invierno, hierba en verano”. Con él se hacen unas sopas muy ricas, pero la verdad es que después de tomarla (me invitaron) debo de confesar que no sentí nada… especial. Será que todavía no lo necesito, digo yo. Volver

El problema de las fuentes


El escritor de viajes, como cualquier escritor, puede echar mano en cualquier momento de la literatura, de la subjetividad, de la fantasía. El relato sobre un país, sobre un viaje, no necesita forzosamente ser veraz. Puede tener grandes dosis de ficción. Sin embargo el periodista de viajes es otra cosa. El viaje puede ser el mismo, pero tratado por un periodista se supone que tiene que ser una crónica veraz, posiblemente subjetiva, pero no fantaseada o con datos conscientemente tergiversados. Aquí surge el problema de las fuentes.
En algunos casos el periodista de viajes es un experto en el viaje en cuestión y conoce perfectamente el país, la ciudad… Pero en muchos otros casos el periodista de viajes va al lugar por primera vez y tiene que aprender de él todo lo que pueda en poco tiempo para trasmitírselo, aunque sea de forma extractada, a sus lectores. Aparte de la experiencia personal, se tiene que nutrir de lo que oiga a los lugareños y de lo que dicen los guías. Y como en todos los oficios, en el de guías también los hay buenos y malos.
Yo debo de reconocer que cada vez tomo menos notas de lo que me cuentan los cicerones. Cada vez me fío menos de ellos. En más de una ocasión, cuando se trataba de un tema del que yo sabía algo más de lo habitual, he cazado al guía en flagrantes falsedades, ya sea por desconocimiento o por desidia. Conozco a más de uno, cuyos nombres evidentemente no citaré, que me han confesado que cuando les enviaron de la noche a la mañana con un grupo de turistas a un destino nuevo y el tema les sobrepasaba, no tuvieron más remedio que inventarse datos, fechas… Todo menos quedarse callados o decir “no lo sé”, actitudes ambas que el turista no admite.
Lo mismo pasa en esos programas de televisión del tipo de “Madrileños por el mundo”, “Españoles por el mundo”, “Callejeros viajeros”… La fórmula siempre es la misma: un compatriota residente en un país extranjero nos presenta ese país. Pues en muchos casos, si conocemos bien la nación en cuestión, pillamos al improvisado guía en evidentes inexactitudes. Todo menos admitir desconocimiento.
Ante el problema de las fuentes ¿qué podemos hacer? Antes de viajar dedicar un buen tiempo a la investigación, a estudiar bien el viaje y documentarnos en cuántos más sitios mejor. Incluido internet, que miente mucho pero también dice muchas verdades. Leer mucho sobre el destino y comparar. Es imprescindible para poder escribir un buen reportaje de viajes llevar una buena información previa, no dejarlo todo a la improvisación y a lo que nos cuenten in situ. Yo suelo decir que desde hace tiempo no voy a los viajes a descubrir, sino a comprobar. Puede sonar exagerado pero tiene mucho de realidad. Aunque sin cerrar la puerta a la aventura, a lo inesperado.
Y durante el viaje lo más importante es convertirse en una esponja que lo absorba todo. Abrir más lo ojos que los oídos y relacionar lo que se está viendo con otros escenarios ya vistos, parecidos. Fotografiar todo lo que se pueda (ahora que con las cámaras digitales la fotografía se ha democratizado) incluso los carteles, que aclaran qué son las imágenes tomadas o nos dan alguna pista sobre ellas. Será nuestra mejor y más fiable memoria.
Y sobre todo, como decía mi amigo Vicente Zabala, no creer ni en la hoja Palmera, y eso que la anunciaban todos los días. Volver

A la sombra de un alminar


En el post anterior me encontraba frente a la catedral de Brno, en la República Checa. He dado un salto y ahora estoy a la sombra de un alminar (en francés minaret) de 60 metros, situado en lo que un musulmán identificaría con Al-Yanna (El Paraíso): “Amplios jardines sombreados, ríos y fuentes perfumadas”.
Sin embargo solo me he movido 60 kilómetros. Sigo en Chequia, en el sur de Moravia, tierras de cristianos, no de moros. De católicos y protestantes que han luchado sangrientamente entre ellos, pero no contra el Islam. A un tiro de piedra de la frontera con Austria y a sólo 13 km. de Mikulov (evitaré, aunque me cueste, cualquier chiste fácil con este topónimo).
Este alminar octogonal de estilo morisco es en realidad un capricho, uno más, de Alois Josef I de Liechtenstein, quien lo mandó construir a finales del siglo XVIII para completar su residencia de verano de Lednice. En realidad su idea era hacer una iglesia al otro lado del lago artificial, pero los lugareños se opusieron tan firmemente que, cabreado, el príncipe mandó edificar un alminar musulmán. “Os vais a enterar”, parece que dijo. Se lo encargó al arquitecto austriaco Josef Hardtmuth, el inventor del lápiz, y eso es lo que le construyó, un gigantesco lapicero en cuya base, en vez de la goma, hay una sala (que no una mezquita) con citas del Corán.
Inaugurado en 1804, desde su balconada superior hay una vista maravillosa. Pero me he alegrado mucho cuando he llegado y la puerta estaba cerrada. Hasta la atalaya hay nada menos que 302 escalones, que unidos a los casi dos kilómetros de vericuetos hasta el palacio, hacen de la excursión una considerable caminata en medio del aplastante calor sahariano que invade estos días Europa.
Aseguran que este era el alminar más alto fuera del mundo musulmán en el momento de su construcción, y al haber sido erigido en terrenos pantanosos cercanos al río Dyje, su presupuesto fue muy elevado. Pero esto no fue problema para una aristocracia excéntrica en un momento en que estaba de moda el orientalismo y Napoleón acababa de invadir Egipto.
Hoy el complejo de los palacios de Lednice y Valtice (patrimonio de la humanidad desde 1996) es uno de los lugares más frecuentados de toda Chequia, y el alminar en concreto, con unos 150.000 visitantes anuales, es la tercera atracción de Lednice después del propio palacio y un curioso invernadero al estilo de las estufas frías.
En Youtube hay un curioso vídeo al respecto: aquí
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Una hora menos, pero no es Canarias


Hay ciudades, lugares con tal belleza, tan importante personalidad, que eclipsan a otros del mismo país. Esto sucede con Praga, la capital de la República Checa, una ciudad tan fascinante, tan atractiva, que oculta en buena medida a la localidad de Brno.
Estoy en la segunda ciudad más grande de Chequia, Brno (pronúnciese Breno) la capital de Moravia, que curiosamente está más cerca de Viena (110 km.) que de Praga (200 km.) y hay que reconocer que mientras que la capital de la república está atestada de turistas (muchos españoles), en Brno se ven muy pocos, si no contamos a los Erasmus, claro.
Esta es una ciudad tranquila, en la que se disfruta del dulce encanto del sosiego, algo a veces más difícil de encontrar que una iglesia gótica o una torre medieval. Tranquilidad que se rompe, eso sí, todos los agostos cuando se celebra el campeonato mundial de Moto GP.
Pues nada, aquí me tenéis en la subida al castillo de Spilberk (no confundir con el director de ET) contemplando desde un mirador la catedral de San Pedro y San Pablo. Hace un día estupendo y las doce campanadas que suenan desde una de sus torres góticas me recuerda que ya llego tarde a una cita. Pero no, aunque esto no es Canarias, aquí hay una hora menos. Me explico:
En 1645, en su campaña contra los suecos durante la Guerra de los Treinta Años, Brno ofreció una dura resistencia contra el invasor. Cansado el general sueco de un asedio prolongado y sin éxito, dicen que lanzó la bravuconada de que si a mediodía no había tomado la plaza la abandonaría definitivamente. Espoleados por esta declaración las tropas suecas redoblaron sus esfuerzos. A las 11 de la mañana estaban ya a punto de tomar la ciudad, y fue entonces cuando el campanero de San Pedro y San Pablo en vez de repicar once veces lo hizo una más.
Creyendo el general que ya era la hora fijada por el mismo, y cumpliendo su palabra, dio por finalizado el asedio y así Brno no cayó en manos invasoras.
Sea leyenda o historia, el caso es que aún hoy cada 11 de la mañana desde esta catedral que tengo a mis espaldas (que no se debe de decir “a espaldas mías”) suenan doce campanadas. ¡No llego tarde! Volver

La bolsa de Hong Kong


Paseando por Hong Kong hay un elemento tan omnipresente como sus rascacielos o su frenética actividad, su bolsa. Y no me refiero a la Bolsa de valores, una de las más importantes del mundo, sino a su bolsa (sus bolsas) de tres colores.
Aquí las conocen como humbalam o amah bag, “bolsa casera”. Son esas bolsas baratas pero fuertes, de material plástico, que sirven para todo y que tienen los colores rojo, blanco y azul, de ahí su otro nombre popular: red-white-blue.
En los años 60 a un fabricante japonés se le ocurrió utilizar un plástico, el polietileno de alta densidad (HDPE) incoloro, inodoro, no toxico, para hacer una especie de lonas polivalentes. En los 70 ese mismo tejido se fabricó en Taiwán y algún empresario de Hong Kong tuvo la idea de importarlo en la aún colonia británica. Llegaba en grandes rollos y se utilizaba para proteger obras, como vallado eventual, toldos y muchas otras aplicaciones. Era resistente, impermeable y barato. Enseguida ocupó gran parte de esta ciudad que vivía su gran boom inmobiliario que aún no ha estallado. Los edificios en construcción se rodean con altísmas cañas de bambú que sirven de andamios y éstos se protegen con los plásticos de tres colores.
Como casi siempre pasa en las historias de la evolución, no se sabe a ciencia cierta quien dio el siguiente paso, pero a comienzos de los 80 aparecieron las bolsas tricolores del mismo material. Eran las que utilizaban los emigrantes chinos que llegaban a Hong Kong desde el continente. En ellas, a veces de tamaños descomunales, traían sus ropas y se volvían a casa con productos comprados en la colonia. Tanto es así, que la bolsa se convirtió en una especie de sinónimo de “regreso a casa”.
Lee Wah, un octogenario que aún tiene una tiendecilla en el barrio de Sham Shui Po, cuenta con orgullo que a él se le ocurrió por primera vez fabricar bolsas con ese material. Estaban acabando los 70 y no tuvo la perspicacia de patentar su invento: una bolsa sencilla, barata, fuerte, impermeable, que se cierra con una cremallera y lleva dos simples asas del mismo material. De haberlo hecho -hoy proliferan por todo el mundo- sería multimillonario.
Y del proletariado las humbalam pasaron a las pasarelas de alta moda. Con algunos retoques y nuevos diseños que a veces recordaban a los de Burberry, artistas de renombre como Stanley Wong las incluyeron en sus performances llegando con ellas hasta la bienal de Venecia de 2005. Incluso Louis Vuiton las utilizó para lanzar su colección de bolsos primavera-verano de 2007.
Hoy, semioficialmente identificadas con el espíritu de Hong Kong (“creativo, inflexible, indomable”), se siguen viendo por todas partes en esta asombrosa ciudad. Y muchas veces, como en esta foto, sirven para que las sirvientas filipinas (llamadas bun mei, “hermanitas invitadas”), que inundan las calles de la ex colonia los días festivos (se calcula que hay unas 200.000 filipinas trabajando aquí), envíen ropas, comida y otros artículos de primera necesidad a sus familiares.
Ahora baja al chino de la esquina y mira una de estas bolsas. ¿A que ya la ves con otros ojos? Volver

La Cibeles está negra


La miro y la remiro y ahí está, como la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo. Pero aunque me es una figura muy familiar, noto algo extraño. Tardo en averiguar lo que es, pero ahí está, la Cibeles está negra.
¿Qué fue de la blancura del mármol de Montesclaros con que la esculpieron en 1782? En un primer momento pienso que se ha puesto así harta ya de esperar que los madridistas vayan a festejar la victoria en la Liga bipartita. Luego pienso en un atentado y en que la pintura transgresora la haya cubierto de negro. Incluso sospecho que sea solo una ilusión creada por los efluvios del tequila Cuervo. ¡Qué va! Lo que pasa es que no estoy ante la Cibeles madrileña, sino la mexicana.
Pues sí, me encuentro en pleno México DF, en la que fuera glorieta de Miravalle, hoy plaza de Madrid, colonia Roma, a dos cuadras del metro Insurgentes (no hay pérdida posible). Y estoy a los pies de una réplica exacta de la fuente de la Cibeles donada en 1980 por la comunidad de residentes españoles como símbolo del hermanamiento entre ambas capitales. Lo que pasa es que, a diferencia de la madrileña, la mexicana está fundida en bronce, de ahí el bronceado de esta moreneta laica.
Si ya decía yo que lo del fondo no era el Palacio de Linares… Volver

Delicias de Afrodita

Neoklis Erakleous y su restaurante “Laledes” en Kouklia, Chipre

En la República de Chipre la influencia griega es total. Y no lo digo solo desde el punto de vista político, sino también del histórico-cultural. Se habla (luego, se piensa) en griego, se reza en griego y la bandera de la cruz blanca y las cinco franjas azules tiene más presencia que la local, blanca con la silueta de la isla en cobre y dos ramas de olivo verde. De no leer los periódicos, el turista podría creer que se encuentra en una prefectura de Grecia. Quién sabe.
En Chipre Afrodita lo es todo. La diosa que los romanos llamarían Venus ha sido adoptada como mascota turística. Los folletos dicen que Chipre es “La isla de Afrodita”, y aquí están los “Baños de Afrodita”, el resort “Aphrodite Hills”, el “Aphrodite Hotel”, el yacimiento de gas “Aphrodite”, las “Delicias de Afrodita”, un dulce muy dulce tan parecido a las delicias turcas (lokum) como dos gotas de agua…
Cuando me propusieron ir al lugar del nacimiento de Afrodita no me lo pensé dos veces. Inevitablemente evoqué la Venus de Botticelli emergiendo de una vieira (venera) entre el soplo de los dioses del viento y el manto de la ninfa Primavera, de asombrosa similitud con un fresco de Pompeya. Pero debo de confesar que al llegar allí me llevé una pequeña decepción. “Petra tou Romiou”, literalmente La Roca de los Griegos, es un lugar costero bonito, eso sí, con varias rocas sobresaliendo del mar y alguna cala pedregosa, pero por el que pasaríamos sin apenas prestarle atención si el guía no nos dijese que en la roca más oscura, nada especial, “Afrodita surgió de las olas”.
Este lugar está cerca de la ciudad de Pafos (o Paphos, que tanto da), antigua capital de la isla. Como el pueblo de Kouklia, donde se conservan las ruinas del Santuario (¡cómo no!) de Afrodita. Región en la que viven en perfecta armonía greco-chipriotas y turco-chipriotas que abandonaron la zona norte tras la ocupación de las tropas turcas y la división de la isla en 1974.
Con todo, al turista puede que le interese más la gastronomía de la zona. De la mano de Petros Mavros, uno de los chipriotas que más saben de turismo (y que mejor hablan el castellano, no en vano su mujer es mallorquina) vamos al restaurante Laledes de Kouklia, un local con todo el sabor rural de la zona, medio escondido entre la iglesia del Apóstol Lucas y la mezquita local. Laledes es el locativo de la palabra turca lale (tulipán). Gastronomía greco-chipriota en un restaurante con nombre turco. De nuevo se evidencia que la cohabitación pacífica es posible.
Nos recibe Neoklis Erakleous, uno de sus propietarios, que acaba de hacer una fuerte apuesta por el turismo rural. El local, con wifi gratuito, es un auténtico museo etnográfico y su decoración está compuesta por utensilios tradicionales que ha ido recogiendo por toda la región: cacharros de cocina, aperos de labranza, bordados, alfarería, cestería…
Neoklis, que fue panadero (y se nota en las mesas), nos deleita con los mejores platos de la cocina chipriota, natural, sencilla, ciento por ciento mediterránea. Desde el queso halloumi frito, a las albóndigas keftethes, pasando por todo tipo de entremeses mezze: tarama (paté de huevas de pescado y color de helado de fresa), tehina (crema de garbanzos), tzantziki (yogur con pepino).
Y aunque en Chipre no es costumbre tomar postre (los dulces se comen en otras ocasiones) acabamos con unas loukoumi geroskipou, delicias de Afrodita hechas en el cercano pueblo de Geroskipou. ¿Dulces turcos, griegos o chipriotas? Que más da. El caso es que chorreen azúcar glaseada. Volver

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