La sombra de una frontera

La frontera de la calle Ledra ya no es ni la sombra de lo que fue

No muy lejos de donde me encuentro, en esta misma calle Ledra de Nicosia, la capital de Chipre, hay una pastelería famosa por su dulcísimo jalbá (halvava) y otras delicias chipriotas, en la que en 1926, cuando era propiedad de un griego llamado Charalambos Hadjioannou, se fundó el equipo de fútbol Podosferikos Omilos Ellinon Lefkosias, más conocido como Apoel Nicosia, de tan reciente y grato recuerdo para los madridistas.
Nicosia, como todo Chipre, es un lugar bonito, agradable, pero sin estridencias. Sin imágenes de una apabullante identidad, pero con un tono medio, eso sí, suave, atractivo, amable. Ejemplos son el palacio del Arzobispado, de estilo veneciano; la iglesia de Panagia Chrysaliniotissa, erigida según los más estrictos cánones bizantinos; la mezquita de Omeriye, construida sobre una iglesia de los agustinos; las murallas venecianas, que nada tienen que envidiar a las de Bergamo…
Para el turista, sin embargo, tiene más interés, más morbo, esta sencilla calle de Ledra, que lleva el nombre de una antigua ciudad-estado de la isla. Y no es que esta vía hoy peatonal tenga una especial belleza, un McDonald’s aquí, un Starbucks allá, un mimo estatua viviente, vamos… lo de cualquier lugar. Pero aquí hasta 2008 hubo una barricada que cortaba la calle, un muro desde el que se podía observar la parte norte de Chipre, como el observatorio de Panmunjom en la Zona Desmilitarizada de Corea desde el que se puede ver la “otra” Corea. Un pequeño parapeto presidido por un cartel en griego e inglés: “Nada se gana sin sacrificios, ni la libertad sin sangre”. Un paso fronterizo, parecido en cierto modo al célebre Checkpoint Charlie de Berlín, que se extiende a ambos lados y divide en dos, todavía hoy, la isla de Chipre.
El país que dio nombre al cobre (en latín Aes Cyprium o Cuprum, significa, “metal de Chipre”) ha sido cruce de caminos de muchas culturas. Situado en el extremo oriente del Mediterráneo, a solo 120 km. de Siria, por aquí ha pasado todo el mundo: fenicios, griegos, egipcios, hititas… hasta convertirse en colonia británica en 1914 con una población mayoritariamente griega (grecochipriotas) y turca (turcochipriotas). ¿Quién fue antes, el huevo o la gallina? Esta es la cuestión. Algunos dicen que la junta militar que dirigía la dictadura griega intentó en 1974 anexionarse (enosis) la isla y que ésto provocó la invasión del ejército turco. Desde entonces, un 36% de Chipre se autodenomina República Turca del Norte, únicamente reconocida por Turquía, y el otro 64% corresponde a la República de Chipre, país independiente y miembro de la Unión Europea, con fuertes vínculos con Grecia.
La frontera divisoria sigue pasando exactamente por el centro de Nicosia, convirtiendo a la capital chipriota en la única ciudad europea dividida, sin que se atisbe una solución a corto o medio plazo. Y esto, negativo sin duda, le confiere un gran atractivo al turista que, lejos ya de los tiempos de la Guerra Fría, juega a pasar un muro mucho más manejable que lo fuera el de Berlín. Los turistas hacen una pequeña y rápida cola ante las taquillas instaladas por la Polís turca en la calle Ledra y con solo presentar el pasaporte u otro documento de identidad (vale el DNI) pueden pasar sin mayores dificultades a la zona turca.
Es verdad que antes la línea divisoria era mucho más rígida que ahora, pero en tiempos en los que Turquía quiere ingresar en el club europeo y Grecia tiene bastante con tratar de evitar un tercer rescate económico del Eurogrupo, la distensión es más que evidente. Baste con decir que si metemos en el buscador de Google las palabras “Nicosia” y “enfrentamientos”, de los 617.000 resultados obtenidos, 414.000 se referirán al fútbol. Volver

Pato hasta en la sopa, sopa hasta en el pan

Aquí me teneis con medio litrejo (bueno, ya un poco menos) de Pilsner Urquell. En el recuadro, el gulash en pan

Tras la muy interesante visita a la misteriosa biblioteca del monasterio de Santo Tomás en Praga (de la que ya he dado cuenta en un post anterior) y de tomarnos una cerveza negra de la propia abadía en la cervecería abierta al público y que durante siglos fue la fábrica original del brebaje y lugar de encuentro de los praguenses, pasamos sin salir del recinto monástico y hotelero, al restaurante Lichfield, que toma su nombre del fotógrafo británico Lord Patrick Lichfield (1939-2005). La decoración (¿lo adivináis?) es a base de las célebres fotos en blanco y negro de Lichfield en la que aparecen algunos de los miembros de la familia real inglesa y muchos famosos (celebrities dirían los cursis).
Este restaurante, perfectamente iluminado a través de sus vidrieras art decó, está adherido a la cadena Slow Food de Praga, es decir, todo lo contrario de la fast food. Así que nos preparamos con tiempo para disfrutar tranquilamente de una comida internacional de calidad heredada del chef Richard Fuchs (una estrella Michelín). E hicimos bien en disponer de mucho tiempo porque la calidad del Lichfield es extraordinaria, pero también la lentitud en servir los platos. Sin embargo, la sorpresa vino con la recomendación de tomar un menú elaborado exclusivamente con pato. Marzo en este restaurante es el mes del Foie Gras Menu.
Me atreví. Delicada sopa de maíz con confit de pato y foie gras. Contundente pechuga de pato con hígado braseado. Y sorprendente helado de foie gras, claro. Pato hasta en la sopa.
Al día siguiente cambiamos de sitio y de ambiente. Nos da la hora de comer (que por ahí fuera es más temprano que a lo que estamos acostumbrados los españoles) en la Plaza de la Ciudad Vieja, uno de los principales atractivos de Praga, y nuestra amiga Jitka nos recomienda no salir de ella e irnos a comer al Staromestska Restaurace (Restaurante de la Ciudad Vieja), que ocupa una de las casonas medievales millones de veces fotografiadas por los turistas. Durante siglos fue una fonda popular y hoy es una especie de mesón para turistas. Esto hace que recelásemos al principio, pero ante la insistencia de nuestra amiga y la tiranía del reloj aceptamos comer allí.
Otra vez la grata sorpresa. Es verdad que la inmensa mayoría de los comensales son extranjeros con una buena proporción de españoles, quizás por eso la carta está en varios idiomas, entre ellos el castellano, pero no es menos cierto que la calidad de la comida es más que aceptable. Platos checos tradicionales: vepro knedlo zelo (cerdo asado con chucrut) jamón de Praga, codillo, lengua de vaca ahumada… pero yo me decanto por lo que llaman “gulash en pan”. Me traen una hogaza de pan que es el recipiente, la parte de arriba está cortada a modo de tapadera, dentro han sacado la miga y lo han rellenado con un sabrosos gulash (guiso caldoso de carne de vaca) que, aunque originario de Hungría, se toma en toda Centroeuropa.
¡Acierto pleno! Y más aún cuando lo riego con la ubicua cerveza Pilsner Urquell. Una jarra de medio litro, 35 coronas (menos de un euro y medio). A decir verdad, no sé cuántas cayeron. Volver

«El nombre de la rosa» de Praga

El padre Williams en la biblioteca
del monasterio de Santo Tomás de Praga

Uno de los apodos que suele darse a Praga es “La ciudad de las cien torres”. Otro: “la de las 365 iglesias”. Ambos son más o menos verdad. Desde cualquier punto se divisa un panorama bien surtido de atalayas, la mayoría coronando templos. A los guías de turismo, especialmente a los jóvenes, también les gusta decir que los praguenses son ateos. Curioso agnosticismo el de unos ciudadanos tan bien dotados de parroquias. Es por el periodo comunista, te dirán. ¿Entonces, Polonia..?
Pese a los miles de turistas que la visitan cada día, Praga es una ciudad que aún guarda muchos secretos. Los viajeros (sobre todo los españoles, a los que oigo hablar por todas partes) inundan las calles de su casco histórico, pero hay todavía muchos rincones ocultos por descubrir.
Uno de ellos es la biblioteca del Monasterio de Santo Tomás, del siglo XIII. Según me dicen, y aunque figura en algunos folletos como una visita guiada que se puede hacer por solo 500 coronas (unos 20 euros), es muy difícil conseguir autorización para visitarla. Estar alojado en el Hotel Agustine, dentro del mismo recinto conventual, facilita bastante las cosas.
Desde la fría iglesia totalmente vacía a tan tempranas horas, acompañados por el padre Williams, estadounidense, uno de los 5 agustinos que aún viven en el monasterio, pasamos por unas estancias mal iluminadas, con olor a humedad e incienso rancio. Nos cruzamos con un hombre vestido de seglar, grande, cabizbajo, que evita responder a mi saludo (¡Dobré ráno!) y que esconde torpemente una botella de becherovka (el licor típico de Karlovy Vary) bajo su desgastada chaqueta.
Subimos por una estrecha escalera de caracol situada discretamente en un recodo, Mientras el viejo suelo de madera se queja de nuestras pisadas, no puedo evitar el paralelismo con Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego de la abadía de “El nombre de la rosa”, sobre todo cuando llegamos a la polvorienta biblioteca abarrotada con pergaminos e incunables de cualquier época. Huele a selva de ácaros. Nada que ver con el exuberante y brillante barroco de la biblioteca del monasterio de Strahov, no muy lejos de allí y mucho más visitada. Y aunque el padre Williams no es ciego como el de la novela, sí es “blanco como la nieve” y tan enigmático, como el personaje de Eco.
¿Qué guardarán esos anaqueles? O mejor aún, ¿qué esconderán? El monje, sabedor de que venimos de España, nos asegura que por alguno de esos estantes, quizás sobre una mesa, hay un ejemplar de las Cantigas de Alfonso X el Sabio, pero no nos lo enseña. La visita, corta pero estimulante, se acaba justo cuando (casualidad o no) repican indolentes unas campanas cercanas.
Al dejar detrás la puerta chirriante, que el monje cierra cuidadosamente con llave antes de guardársela bajo el hábito negro, y todavía sin salir a la calle, nos tomamos en el bar Lichfield del hotel una cerveza negra elaborada por esos mismos agustinos en las afueras de Praga utilizando una receta tan antigua y secreta como la biblioteca que acabamos de ver. Su sabor es abigarrado e inquietante, como lo que acabamos de intuir. Volver

¿Nueva York, Liverpool, La Habana…?

Estoy en una placita encantadora disfrutando de los primeros calorcillos de la primavera junto a un muro totalmente pintarrajeado y con una efigie de John Lennon. No sé de donde viene una música que me es familiar, casi propia: Imagine. “You may say I’m a dreamer / But I’m not the only one…” debería de decir el chaval que la canta rasgueando una guitarra, pero en su lugar entona (es un decir) algo para mi totalmente incomprensible: “Může říct já jsem snílek / ale já nejsem jediný kdo…” De repente la tranquilidad desaparece, llegan en tropel docenas de personas de todas las edades y lenguas, aunque son mayoría los jóvenes españoles, y se apiñan junto al muro para hacer fotos y pintadas, gritan y entre ellos se jalean.
No, no estoy en Central Park de Nueva York, ni en el Cavern de Liverpool, ni en el Vedado de La Habana. Estoy en Praga, capital de Chequia, concretamente en la plaza de Velkoprevorské Námestí, frente al Palacio Buquoy que alberga la embajada francesa. Aquí se encuentra el llamado Muro de Lennon, en realidad la tapia de un pequeño cementerio del XIV, propiedad de los Caballeros de la Orden de la Cruz de Malta.
En época del régimen comunista, en esta pared se escribían proclamas libertarias, pero pocos días después del asesinato de John Lennon (8 de diciembre de 1980) apareció un retrato del Beatle y alguna de las letras de sus canciones “Help! I need somebody” (¡Socorro! Necesito a alguien). Inmediatamente la StB (la policía política) las borraba, pero a la mañana siguiente aparecían nuevos grafitis. Ni la instalación de cámaras de vigilancia acabaron con ellos y muchos piensan que este foro al aire libre contribuyó en alguna medida al triunfo de la «Revolución de Terciopelo» que acabó con el régimen totalitario en noviembre de 1989.
Muy deteriorado, el muro se reconstruyó en 1998, pensando que Lennon ya habría sido olvidado. Pero muy al contrario, reaparecieron las pintadas con mayor fuerza. Desde entonces todos los 8 de diciembre se celebra en Praga la llamada «Marcha Lennon» que se une al Día Internacional de los Derechos Humanos (10 de diciembre).
Hoy el muro es un destino turístico que aparece hasta en las guías oficiales. Monumento a la libertad de expresión en constante evolución porque, como en el de Berlín, se pinta sobre pinturas. También es reflejo de la estulticia de esos turistas con los que ni tú ni yo queremos que nos confundan. “Aquí estubo David” (sic) en imperfecto castellano, se codea con un “Nothing is real” (Nada es real) de “Strawberry Fields Forever”. Reflejo de los tiempos que corren. Volver

Quiero otro liaoja

Bodega-museo Ontañón, Logroño

Mañana, martes y 13 (en China la mala suerte la trae el 4), tendrá lugar en Hong Kong la apertura del I Salón del Vino de Rioja en China, que el día 15 se trasladará a Shanghái. Me cuentan en Logroño que 60 bodegas riojanas han llevado hasta allí 240 vinos.
Y es que, lo queramos o no, además de ser el futuro, China es ya el presente.
Este país, de cuyo espíritu laborioso hay quien ha dicho hace unos días que tenemos que aprender los españoles, es ya el décimo importador de vino de Rioja de todo el mundo. De los 256.400 litros que les vendieron los riojanos en 2008, han pasado al millón y medio en 2011.
Vaya donde vaya, me topo con los chinos. Es mi sino. Estoy en la bodega-museo Ontañón, en las afueras de Logroño rodeado de obras de arte, y no me refiero solo a las botellas de vino, también a los cuadros, esculturas y vidrieras de Miguel A. Sainz (1995-2002). La familia Ontañón, como tantas otras, sufrió en los años 70 la transformación de productores de uva para otras bodegas, a cosecheros y bodegueros propios.
Jesús Arechavaleta se empeña en que pruebe su “Riberas de Marco Fabio”, un blanco dulce de moscatel, y lo hago por cortesía. Está rico, no hay duda, pero yo, que soy muy clásico en esto, prefiero de largo la “Colección Mitológica” (no toda, claro), un gran reserva 2001 con el 95% de tempranillo y un toque (el 5%) de graciano para subirle el color y la acidez.
Me lo sirve una chica utilizando al final de la boca de la botella un pequeño y simpático mini decantador de cristal. Distraído por tan peculiar artilugio que no conocía, no reparo en la escanciadora que es también muy peculiar. Se trata de Jasmine Leung, una joven china de Guangzhou (que es el Cantón de toda la vida, igual que Beijing es el Pekín de siempre) que hace más de un año vino a España y se quedó prendada de la Rioja. Jasmine ya trabajaba en su país en la distribución de vinos, aquí conoció a Raquel Pérez Cuevas, directora comercial de Ontañón, y ésta la invitó a pasar un año en Logroño para especializarse en el vino de Rioja. Cuando regrese dentro de poco a su país será la embajadora ideal de estos caldos en aquellas ya no tan lejanas tierras en las que empiezan a gustar (no tienen costumbre) los más afrutados y suaves.
¿Ni xiang liaoja jiu ma? me pregunta Jasmine. “Sí, claro. Quiero otro liaoja”. Volver

¿Quién ha dormido en mi cama?

Habitación y ascensor del Sofitel Palais Jamaï de Fes

Después de la fachada y de la recepción (bueno, vaaale…, del lobby), lo que más nos indica cómo es realmente un hotel (antes de entrar en sus habitaciones) son sus ascensores. En caso de que los haya, claro. Me refiero a los hoteles urbanos, porque los de playa, selva o naturalezas varias, suelen estar integrados en el paisaje (y mejor así). Es decir no tienen muchos pisos y no necesitan ascensores.
Hay elevadores grandes y los hay pequeños. Luminosos o sombríos. Con hilo musical, con una voz metálica que te recuerda que subes o bajas, con espejos, con carteles publicitarios del bar y el spa (¡ah, el eterno spa!), con botones claros o enrevesados. En algunos países no llevan nunca al piso 13º porque es de mala suerte, en otros (asiáticos fundamentalmente) tampoco aparecen botones del 4º por el mismo motivo. En chino “cuatro” se pronuncia “si”, muy parecido a “muerte”. Y yo me pregunto ¿cuál es el piso que está encima del 12º? ¿Y encima del tercero?
Los dos del Sofitel Palais Jamaï de Fes son pequeños y elegantes, como corresponde a un palacio del siglo XIX. Se nota que pertenecen a un edificio noble por su exquisita decoración y por esa pequeñez de los ascensores construidos mucho después de la inauguración de un edificio antiguo. Los recubrimientos de madera están tan finamente labrados como solo lo podría hacer un talabartero o, mejor aún, un marroquinero, que para eso estamos en Marruecos. Maderas nobles de cedro que enmarcan tres espejos enfrentados, que dan la sensación de mayor amplitud a la cabina. Y como nunca hay aglomeraciones (el lujo las rechaza), son más que suficientes.
Pero el ascensor es solo un preámbulo del pasillo, tenue e insinuantemente iluminado por lámparas andalusíes, fanales árabes. Y el pasillo es antesala de la habitación, delicadamente moruna, pero no demasiado recargada, nunca barroca. Cómoda, confortable, cálida, íntima.
Dos camas perfectas ante las que me asalta, como siempre que llego a un hotel, la misma duda: ¿Quién habrá dormido aquí? No es que desconfíe de la higiene de los Sofitel, ¡que va! Ni una pelusa en el suelo, ni una mancha en las sábanas, ni una huella en los vasos, ni un mal olor. Pero no puedo por menos que preguntarme que quién habrá calentado ese edredón antes. ¿Quién habrá hecho edredoning aquí?

Y aunque es una habitación magnífica, doy por supuesto que en ella no habrá descansado el rey de Marruecos, ya que tiene su suite imperial dos pisos más abajo; ni el de Jordania, que me han dicho que lo frecuenta; ni los de España, que también pasaron por aquí; ni tan siquiera los miembros de U2. Me extrañó, eso sí, que nadie me contase que hay un habitación decorada exactamente como cuando la habitó Hemigway. Porque este señor debía de ser ubicuo. Pero por Fez parece que no pasó nunca, aunque no haya un cartel como el que vi hace tiempo en un bar de Pamplona que rezaba algo imposible en Cuba: “Aquí nunca estuvo Ernest Hemingway”.
Y estaba yo enfrascado en estas cavilaciones, imaginando orgías de Las mil y una noches, cuando de pronto arrancaron los almuédanos con el estruendo de sus llamadas a la oración. Pero eso es otra historia que ya he contado aquí en un post anterior. Volver

Paseaba por la Kasba…


… Bueno, hacía un rato que ya había vuelto al hotel, pero quería empezar así este post como un guiño a los lectores que ya tengáis una cierta edad (cierta, no mucha) recordando aquel anuncio de los 80 de una colonia: “Paseaba por la Kasba, cuando de pronto me vi envuelta en un tumulto”…
Pues de tumulto nada, solo el gentío habitual en la medina de Fez (Marruecos), pero sin escándalos. El paseo había acabado al anochecer en el hotel Sofitel Fès Palais Jamaï, un lujoso palacio oriental del siglo XIX que fue residencia de un tal Jamaï, visir del sultán Moulay El-Hassan I. Me esperaba una espléndida pastela, probablemente la mejor del mundo (otro guiño televisivo, ahora a una cerveza danesa, ¿qué le voy a hacer?), en un restaurante de la parte nueva de la ciudad y a pesar de estar en invierno (casi primavera, eso sí) la temperatura era muy agradable, tanto que tenía abierta la puerta de la terraza de la habitación mientras me vestía.
Abajo las lucecitas de la medina centelleaban en un silencio turbio que denotaba un trajín incesante en las callejuelas, pero que no se traducía en sonidos concretos, reconocibles. Recuerdo que estaba en paños menores cuando de repente estalló la alarma en la calle. Una alarma estridente. Lo primero que pensé fue en una sirena como las que anuncian el fin de la jornada laboral en una fábrica, o un bombardeo aéreo inminente en una ciudad asediada. Los pelos (si los tuviera) se me habrían erizado, pero por allí ni había fábricas ni guerras, ni casi pelos. Me parece que todavía en calzoncillos y con los calcetines puestos (perdonad la imagen) salí a la terraza cuando las alarmas se superponían procedentes de distintos lugares.
Lo primero que hice es mirar al cielo. ¡Dios, qué impresionante negrura azabache salpicada por docenas de estrellas! Pero ningún avión, ni tan siquiera un ovni a la vista. Fueron solo unos segundos pero a mí me pareció mucho más. Enseguida me dí cuenta (¡menudo soy yo!) de que lo que oía era la llamada a la oración de las mezquitas. “¡Allahu Akbar!” (¡Alá es el más grande!) repetido de cuatro en cuatro veces desde cada alminar. Los almuédanos, grabados en cinta, competían por atraer la atención de los fieles y de los infieles como yo. Y si es verdad, como dicen, que en Fez hay 420 mezquitas, no era de extrañar tal algarabía (nótese el arabismo tan bien traído aquí).
Me metí rápidamente en la habitación (tan rápidamente como me dejaron las chanclas de felpa de usar y tirar Made in China del hotel que, en esta ocasión como en todas, no me encajaban bien), y cogí la camarita compacta que también graba vídeo. Sin ajustar controles dí al play. Lo que captó la Coolpix lo podéis ver aquí. Bueno, más que ver, lo podéis oír. La imagen fija (vulgo foto) la tomaba Pilar con su flamante reflex.
Luego, durante la cena, animaba la velada un solista de oud (laúd) andalusí mucho más armonioso que el adhan (llamamiento a la oración) que tanto nos había alarmado, pero muchísimo menos emocionante. Y claro, nadie le hacía caso. Volver

Taiwan nos trae el plato preferido de Mao

Hablando de museos occidentales cabe la posibilidad de discutir si el mejor es el del Prado, el Louvre, el Británico, la National Gallery… y otros cuantos. Pero si

Una de las anfitrionas del restaurante Petit Saigon muestra el cerdo al estilo Dongpo

nos referimos a museos de arte chino no hay duda, es el Museo Nacional del Palacio de Taipei, capital de Taiwan. Se inauguró en 1965 con 650.000 piezas llevadas por los nacionalistas de Chiang Kai-shek, en su inmensa mayoría del Palacio Imperial de Pekín.
Siempre que voy a Taipei hago un hueco para visitarlo, aunque nunca lo puedo ver todo. Y no es extraño aunque en él se exhiban “sólo” unas 15.000 piezas escogidas (algo más del 2% de las existentes en el almacén), que se renuevan cuatro veces al año. Cambian casi todas menos tres, las estrellas fijas del museo: una olla de bronce grabado de la dinastía Zhou del Oeste (1100-771 AC) denominada Mao Gong Ding, una pieza de jadeíta tallada en forma de col de la dinastía Qing (1664-1911), y otra de jaspe natural sin tratar con un increíble parecido en forma y color a un trozo de carne de cerdo conocida como Dongpo Rou, literalmente Carne Dongpo.
Es frecuente que los turistas que lo contemplan, sobre todo chinos y japoneses, lancen grititos de admiración al tiempo que manifiestan su falso deseo de darle un mordisco. Se cuenta que una periodista de un canal de TV local llegó a bromear especulando sobre lo “maravilloso” que sería cocinar ese cerdo de jaspe con la col de jadeíta. Humor oriental.
Dongpo Rou es como se conoce en la alta gastronomía china a un plato a base de cerdo magro estofado cuya apariencia final, una vez emplatado, es la de la pieza de arte del museo. Dongpo es el nombre de un poeta clásico chino, es decir, es como si en España tuviéramos un plato que se llamase Codillo Lope de Vega, o algo por el estilo.
Y viene todo esto a colación (nunca mejor dicho) porque el cerdo Dongpo ha sido el plato estrella del Festival de Gastronomía Taiwanesa que se ha celebrado en el restaurante Petit Saigon de Madrid.
La isla de Taiwan, donde se establecieron los seguidores de Chiank Kai-shek cuando perdieron la guerra en 1949, es un crisol de todas las regiones chinas. Imaginaros (aunque sea mucho imaginar) que Franco hubiera perdido la guerra civil y se hubiera refugiado con sus seguidores procedentes de toda España en Mallorca. Pues entonces la isla balear sería un crisol de todas las regiones españolas, de sus culturas, incluida la gastronomía.
Así, el festival culinario taiwanés ha sido en realidad una muestra de la mejor comida china con algún toque autóctono taiwanés. Fue inaugurado por el representante de Taiwan en España, Javier C. S. Hou, y en él se nos sirvió a los que tuvimos el privilegio de disfrutarlo un menú largo (como en todos los banquetes chinos) compuesto por una docena de platos más postres elaborados por el chef ejecutivo del Grupo Saigón, el hongkonés Chiu Kam-hoi. Residente en España desde 1979, nos fue presentado como uno de los mejores cocineros chinos de Europa y el mejor de España. Lo demostró sobradamente.
Excelente el estofado de col china (bei tsai lo), y la lubina al vapor que se utilizó para elaborar el plato qingzheng feiyu, que en origen se hace con el exótico y en España imposible de encontrar pez volador. Una pega: en casi todos los platos al chef se le fue la mano con la sal. Juraría que no fue sin querer ni por casualidad, en los restaurantes chinos españoles se emplea con demasiada generosidad el cloruro sódico en la creencia, seguramente cierta, de que nos gustan las comidas algo “sabrosas”.

El fastuoso ágape, regado con el té semifermentado oolong (el mejor de Taiwan y uno de los mejores del mundo) estuvo coronado por el susodicho cerdo al estilo Dongpo. Nada extraño si no fuera por la paradoja que supone que este plato que nos trajo la nacionalista Taiwan, y que muchos de los invitados españoles descubrieron en esta comida, era el preferido del comunista Mao Zedong. Y el mío, con perdón.
Más información en Cultura Culinaria en Taiwan una página en siete idiomas, entre ellos el español. Volver

Cambio plancha, con su tabla, por una conexión WiFi


Una encuesta del sitio de viajes estadounidense TripAdvisor, el mayor del mundo (50 millones de visitantes mensuales, y 60 millones de comentarios de 30 países, incluida China), pone de manifiesto que lo que los viajeros valoramos más en un hotel es el acceso a Internet sin cables (vulgo wifi). En segundo lugar, que el desayuno esté incluido, y después van los puntos de fidelidad acumulables, la calidad del restaurante y el servicio de autobuses al aeropuerto.
El 54% de los 1.248 viajeros encuestados en más de 600 hoteles norteamericanos asegura haber cambiado más de una vez de hotel por estos motivos cuando ya tenían hecha la reserva. Siempre según esa encuesta, el 88% de los viajeros quieren wifi gratuito en cualquier tipo de hotel. El 41% de los viajeros se niega a pagar por el wifi. Y el 65% dice que ha utilizado el wifi gratuito en el vestíbulo del hotel o en las áreas comunes ya que considera que pagarlo en la habitación es un abuso.
El otro día oí decir por la radio al hotelero Quique Sarasola que para él lo más importante de un hotel es la cama (su comodidad), la ducha (su confort) y el desayuno (su calidad). Y todo ello tiene que estar incluido en el precio de la habitación. Estoy de acuerdo, aunque habría que añadir la conexión a Internet. Últimamente, siempre que viajo con otros compañeros y llego a un aeropuerto o al vestíbulo de un hotel lo primero, y casi lo único que les oigo son estas preguntas casi febriles: “¿Hay cobertura? ¿Te has podido conectar?”
El wifi (Wireless Fidelity, Fidelidad Inalámbrica) es una tecnología bastante nueva que en solo una decena de años ha mejorado considerablemente su calidad y velocidad. Hoy la encontramos en espacios públicos concretos (cafeterías, aeropuertos, quioscos de prensa…) y en algunas áreas urbanas globales como San Francisco, Filadelfia, Toronto… Pero en muchos hoteles (cada vez menos) sigue siendo considerada como un artículo de lujo. Y es que estamos pagando la novatada. Estoy seguro que la discusión sobre si el wifi debe de ser gratuito o no parecerá totalmente absurda dentro de unos años, no muchos.
Utilizar wifi en un hotel es como utilizar el agua caliente, la ducha o la almohada. ¿Quién vería lógico que lo cobrasen aparte? Y si se empeñan en hacerlo pasará como con el teléfono, que por sus altos precios en los hoteles ya solo sirve para llamar a la recepción o para que nos despierten por la mañana.
Y si no, habrá que ingeniárselas. Como me pasó en un lujoso hotel de Buenos Aires donde pagué la cara tarifa de wifi solo el primer día, hasta que descubrí que llegaba la cobertura de una cafetería cercana que ofrecía su conexión “por la patilla”.
El wifi tiene que entrar a formar parte de las amenities gratuitas habituales de la habitación de un hotel. Aunque está claro que en los hoteles que se ufanan de no tener aparato de TV, “para no ofender al cliente” (¡¡¡???!!!), va a ser muy difícil que comprendan que algunos no nos sentimos injuriados por la existencia de una pantalla, y que la solución es muy sencilla: no aprieten el botón en el que pone “ON”. Es como si yo esgrimiese que mi calva se siente ofendida por la existencia de un secador de pelo en el cajoncito del baño. Con no usarlo, asunto resuelto.
Pero como para eso se tardará aún un poco, de momento yo me curo en salud y lanzo una proposición: cambio la plancha, con su tabla, por una conexión inalámbrica. Para mi es mucho más práctica. Volver

¿En Suíza o en Siberia?


Siempre lo digo, vivir es como montar en bicicleta, hay que estar pedaleando sin parar para no caerte. Y pedalear para mí es no dejar de viajar, al menos mientras que el cuerpo aguante. Hoy os propongo que, a la vista de la foto, adivinéis dónde me encuentro. No es que el jueguecito me guste mucho, pero parece que es una forma interesante de interacción entre blogueros y «blogueados».
La imagen es clara: un lago helado, nieve en polvo, mucho sol… Si me hubiera tomado la foto hace un rato, mientras venía hasta aquí, hubiera salido en un bosque frondoso de cedros también nevados y parecería Suiza, pero aquí el horizonte se abre, el paisaje se despeja y más bien parece Siberia.
Pues ni Suiza ni Siberia, ¡esto es Marruecos!, concretamente el lago Affenourir, en una meseta elevada (1.800 metros) en el Atlas Medio, a un paso de la estación de esquí de Michlifen y de las ciudades imperiales de Fez y Mequinez. Y es que nuestros vecinos del sur tienen muchas sorpresas reservadas para nosotros a muy pocas horas de viaje. Si la cámara se levantase en el aire como un avión y atravesase las montañas del fondo, muy cerca veríamos como empieza el desierto del Sahara y la temperatura cambiaría radicalmente. Si se diese media vuelta y mirase en la dirección que miro yo pero desde el cielo, veríamos el norte de Marruecos, la postal clásica a base de pueblos bereberes blancos, alminares y palmeras. Pero este es otro Marruecos, tan auténtico como cualquiera, pero mucho menos conocido.
La localidad importante más cercana se llama Ifrán y ostenta el récord de temperatura más baja del continente africano. El 11 de febrero de 1935 el termómetro marcó 23,9° bajo cero, hoy el sol hace que la sensación sea mucho más agradable. Aquí, donde abundan los ríos trucheros, los franceses situaron en 1930 su lugar de veraneo; en 1990 Felipe González y su familia estuvieron invitados por el rey Hasan II, que les cedió su palacio; y en 1995 se estableció la Universidad Akhawayn del Al (literalmente De los Hermanos) una de las más elitistas y caras del país.
Hoy, el exclusivo hotel Michlifen Ifrane Suites & Spa (*****) acoge a una clientela selecta entre la que no es difícil encontrar ricos, guapos y famosos de todas las latitudes. Volver

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